Pablo Suárez Méndez Investigación-acción en la educación
LA CONSTRUCCIÓN DEL ANDROCENTRISMO
Vivimos en una sociedad que a menudo se permite el lujo de presumir de estar respetando los principios de democracia e igualdad sin diferencias de raza, religión, sexo o condición social. Sin embargo, y a raíz de múltiples reflexiones realizadas durante la última mitad del siglo XX podemos estar bien seguros de que la realidad es otra y muy distinta. Un claro ejemplo lo encontramos en las desigualdades que se producen en las elecciones universitarias y profesionales que, a pesar de contar con un mayor número de mujeres, siguen estando mucho menos representadas en las áreas mejor cotizadas dentro del mercado laboral, permaneciendo como clara minoría en el área científico-técnica.
Todas estas desigualdades, que siguen dándose incluso cuando la mujer ya ha logrado acceder a su puesto de trabajo, han logrado asentarse en nuestra sociedad de tal modo que han terminado por constituir una rutina a la que tristemente nos hemos ido acostumbrando. Y por irónico que pueda parecer, cuando finalmente somos conscientes de todas ellas, achacamos la falta de voluntad por parte de la mujer por no haber querido cambiar primero su actual situación.
Esta dominación masculina, que cuenta ya con su propia historia, parece haber sido aceptada en nuestra sociedad a través de una supuesta objetividad en las estructuras sociales donde en el trabajo es al hombre al que se le encarga la función de producción de bienes mientras que la mujer desempeña la de reproducción. Los esquemas mentales que van surgiendo a raíz de la asimilación de dichas relaciones de poder constituyen la violencia simbólica que las mujeres padecen a diario. Este concepto conforma el núcleo del androcentrismo al que se ven sometidas y dado que se ve respaldado por el apoyo de agentes externos tales como la familia, la escuela, la Iglesia o incluso el propio Estado, parece que la situación no termina por dar con el cambio necesario.
El punto de partida lo marca nuestro propio nacimiento, que si bien viene marcado por las diferencias fisiológicas existentes entre uno y otro sexo no justifican el que después vayan a darse las diferencias anteriormente expuestas. A pesar de ello, no tardan en darse en aspectos aparentemente tan nimios como lo son el color de la ropa (azul en el caso de los niños, rosa en el caso de las niñas), el lenguaje que se utiliza con ellos, el color de la habitación, los juguetes que se les compra y un sinfín de peculiaridades que conforman lo que Bourdieu denomina la construcción social de los cuerpos, es decir, todas aquellas valoraciones, circunstancias o expectativas que se depositan sobre el recién nacido incluso cuando todavía no ha desarrollado su propia identidad sexual. Es en este punto cuando ya se inician las distinciones que a la larga constituirán la propia identidad social y cultural del individuo. El hombre será llamado a realizar actos con una alta valoración social, siempre fuera de la vivienda y esperando a ser recompensados con el reconocimiento público mientras que las mujeres se identifican con el ámbito de lo privado, ocupándose de actividades de puertas para adentro y sin esperar ningún reconocimiento por parte de nadie tras haberse hecho cargo de ellas.
Dado que esta situación viene impuesta desde siempre, estas relaciones de poder han pasado a ser algo natural dentro de nuestro entramado social, haciendo creer a las mujeres que poco o nada pueden hacer para cambiarlo. Toda tarea que vaya a ser realizada por un hombre tendrá su reconocimiento y distinción mientras que en manos de la mujer suele ser considerado como algo trivial y de fácil resolución. Es por esto mismo que exista cierto recelo cuando una mujer accede a un puesto de alta responsabilidad, reduciendo todas las reivindicaciones que pueda tener a meros caprichos o incluso aludiendo a su aspecto o sexualidad de forma irrespetuosa.
EL CONSTRUCTO GÉNERO
El término se refiere al proceso a través del cual el individuo conforma su identidad sexual, siempre apoyado por agentes externos con los que irá adquiriendo las distintas pautas de comportamiento que le identifican como miembro de un género u otro. Existen diversas explicaciones acerca de cómo esa identidad ha ido asentándose (aquí se enfrentan psicoanalistas, conductistas y cognitivistas) y sin embargo el texto nos viene a decir que las auténticas diferencias que sí existen entre ambos géneros son apenas perceptibles pero que la ilusión o creencia de que éstas existen es lo que provoca que en algún momento terminen por darse.
Los roles juegan un papel importante dentro de este proceso. Todo individuo forma parte de une determinada realidad social y en el momento en que pasan a desempeñar los diferentes roles que se supone le corresponden se considera que ya están participando de dicha realidad (una realidad vulnerable, subjetiva y siempre en constante cambio) Los roles forman parte del mundo social al que el individuo trata de adaptarse y una vez logra interiorizarlos asume el mundo en el que vive para después poder formar parte de él.
Otro concepto a tener en cuenta es el de los estereotipos, siempre designados con la intención de reconocer a una persona como perteneciente a uno u otro sexo. Los estereotipos se forman a partir de opiniones minimalistas, de juicios inmediatos o excesivamente simples, siempre basados en los rasgos físicos, actividades y roles familiares, profesionales, sociales o políticos que por costumbre se cree que caracterizan a hombres y mujeres. La sociedad siempre espera de los niños una actitud audaz y valiente mientras que en las niñas se busca una carácter más sumisa y obediente. A su vez, los estereotipos tratan de justificar, si es que realmente se puede, las distintas injusticias sociales (dependencia, subordinación, desigualdad) a las que tiene que hacer frente la mujer dentro de una sociedad como ésta. La familia se convierte en el agente más eficaz de transmisión del sexismo (término que surge en la década de los 80 para designar las distintas prácticas e ideologías que discriminan al sexo femenino). No menos relevante es el papel que toma el grupo de iguales ya que el individuo acabará asumiendo los distintos estereotipos que se supone le corresponden con tal de poder acceder a él. La escuela por su parte tiene un papel decisivo ya que a lo largo de nuestra historia las distintas materias educativas transmitían la creencia de que la mujer era la que debía encargarse del hogar y del resto de labores que la ataban al mundo doméstico y familiar, creencia que vería su fin con la Ley General de Educación de 1970. A pesar de ello existe todavía cierta diferenciación dentro de nuestro actual currículum.
Los hombres y mujeres configuran la imagen que puedan tener de sí mismos a partir de lo que piensan que se puede esperar de ellos. Este autoconcepto se construye a partir de la autoimagen que se tiene acerca de los aspectos físicos y los distintos roles que el desempeñan tomando la autoestima como principal referente de su futuro comportamiento. Mientras que los hombre se consideran a sí mismo como más activos, independientes y con una mayor confianza en sí mismos las mujeres se ven como más amables, cooperativas y cariñosas que ellos. Esta diferenciación no viene preprogromada, no se trata de algo biológico sino que se adquiere con el proceso sociológico que cada individuo atraviesa. Se cree que ya desde pequeño es el hombre quien recibe más atención, lo que a la larga supondrá un tipo de presión acerca de lo que se pueda esperar de él. No deja de ser menos cierto que no sólo dentro de la escuela, también fuera de ella se valora mucho mejor el trabajo realizado por un hombre que el que pueda haber desempeñado una mujer. Las diferencias existentes entre la autoestima del hombre y la mujer son apenas perceptibles y para poder dar con ellas se ha de tener en cuenta al yo personal (cómo nos vemos), al yo social (cómo nos ven los demás) y la autocrítica (ser capaz de identificar nuestros problemas para poder hacernos cargo de ellos)
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Está claro que con este tema entramos en un asunto de inevitable polémica y que ha tratarse con el cuidado que se merece dado que allí por donde pasa siempre despierta opiniones de todo tipo.
Lo que sí que es cierto, y es algo en lo que el texto se reafirma constantemente, es que nos hemos ido habituando a toda esta situación. Y es que, aunque duela admitirlo, el ser más o menos conscientes de los fallos de los que adolece nuestra actual y "perfecta" sociedad no parece motivarnos lo suficiente como para querer hacer algo al respecto, mucho menos cuando se trata de algo tan complejo y subjetivo como termina siendo todo este tema. Las etiquetas y prejuicios con los que lleva cargando la mujer persisten y cuando por fin parecen que empiezan a retirarse, somos nosotros mismos los que reivindicamos que queremos que sigan ahí. Y es que, y entrando ahora en mi propia opinión personal, mucho me temo que toda esta sinrazón a la que llevamos sometiendo al ámbito femenino responde a un sólo motivo: el miedo. Un miedo atroz, irracional y que convierte a nuestra sociedad, siempre expuesta al exterior como un escaparate en el resto del mundo ha de verse reflejado, como una vorágine interminable de despropósitos y disparates. Miedo de que se dejen ver todas las habilidades, capacidades y riesgos ante los que pueda responder cualquier mujer, tan preparadas-o más-como cualquiera de nosotros. Pero es tal la tradición de la que padece toda esta situación que nos es más fácil dejar que el río siga fluyendo incluso cuando sabemos que antes o después terminaremos ahogándonos.
Encuentro muy interesante todas las teorías con las que he ido topándome al haber leído este texto pero ojalá fuera innecesario tener que dar con ellas. Está claro que cada autor ha ido exprimiéndose la sesera con el fin de poder dar con una explicación lo suficientemente coherente como para justificar un comportamiento tan irracional y malsano como el que a menudo exhibe el mal llamado ser humano con el resto de sus congéneres. Y es que, y a pesar de que estoy muy de acuerdo con todo lo aquí expuesto, no dejan de ser suposiciones, argumentos más o menos válidos que se muestran con el fin de poder encontrar las razones de un comportamiento tan impropio de una sociedad que todavía a día de hoy se cree baluarte de los valores que ni siquiera ella se atreve a cumplir, lo que no le impide presumir de ellos. A tal nivel de desfachatez llegamos y tal vez sea ése nuestro mayor miedo: la autocrítica. Siempre hemos preferido el autoengaño, fiel servidor de una cultura que poco a poco ha ido renegociando con sus propia moralidad y que tal vez, sólo tal vez, algún día pueda vérselas consigo misma para poder remediarlo. Que sea un tanto pesimista no me quita de guardar cierta esperanza.
Soy partidario de que se imponga un respeto universal, pese a que la gran mayoría de la gente no se merezca ni una sola cuarta parte. El gran problema de nuestra sociedad es que somos incapaces de cumplir con todo aquello que ya debería darse por sentado, por lo que situaciones como ésta nos conducen a un claro retroceso del que nos es imposible despertar. Y es que cuando por fin decidimos espabilar nos damos cuenta de que todas las injusticas de las que hemos participado llevan formando parte de nuestra desde hace tanto que no es imposible poder hacer algo.
Me niego a creer, al menos en este asunto, que no podamos dar marcha atrás, rectificar y así finalmente tirar para adelante. De ilusos vive el mundo, ¿o no?
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